He escuchado con insistencia en las conversaciones entre adultos, especialmente entre los padres, que se quejan de la infuencia adversa que tienen los medios de comunicación en sus hijos, del daño que podría causarles el uso de Internet y de la liviandad de la
vida contemporánea, donde los valores y la moral tienen un espacio muy limitado.
Me sorprenden muchos de estos discursos ‘moralizantes’, que tienen como hábito fjar la crítica y la mirada acerca de lo que ocurre fuera del hogar. Es como buscar un ‘chivo expiatorio’ donde nos ponemos como ‘padres espectadores’ del crecimiento de nuestros hijos, pareciera que nuevamente es más fácil ‘mirar la paja en el ojo ajeno y no fjarse en la viga que tenemos en el propio’; como si
no nos tocara ninguna responsabilidad en este proceso.
Está comprobado que la educación más importante desde el punto de vista del desarrollo moral de las personas ocurre dentro de la familia -o en el entorno de los adultos que rodean al niño- y desde la temprana infancia. Los modelos de comportamiento, análisis, comentarios y estilos de vida de los adultos que circundan la vida de cada persona en su niñez son trascendentales en la consolidación de una escala de valores humana, que respete luego la dignidad de cada ser humano, independiente del contexto y de
la coyuntura social, cultural o económica en que se encuentre. Poco o nada podemos hacer si nos llenamos de prácticas religiosas, conservadoras y restrictivas si éstas no refejan el verdadero sentido que posee el practicarlas, o si conviven con un testimonio de vida diaria altamente incoherente en los adultos, que terminan por contradecirlas e invalidarlas.
Por ejemplo, podemos decirles hasta el cansancio a nuestros hijos que el materialismo y el consumismo causan serias alteraciones en la vida y su sentido, pero por otra parte, estamos obsesionados por el dinero, las vacaciones, los viajes, el auto y los bienes en general, destinando demasiado tiempo para obtenerlos.
Más que quejarnos que la sociedad está ‘pervertida’ o ‘desorientada’, busquemos al interior de nuestras familias, en nuestros barrios, escuelas y trabajos, las oportunidades que tenemos los adultos para demostrar con nuestra propia vida que es posible dar sentido a la existencia poniendo el acento en las dimensiones más profundas de la persona.
Para ello debemos dejar más tiempo para escucharnos, conversar, pasear y compartir (quienes participamos de algún credo religioso para vivir activamente nuestra fe y la oración), cuidando de manera delicada nuestras propias actitudes, comportamientos, juicios y prioridades. Desde allí salen las señales más potentes que marcan el alma humana, es decir, aquellas que nos permiten avanzar
en el desarrollo de una conciencia moral madura y sólida.